6.21.2014

JOSE LUIS SANTOS: PALABRAS MODOS Y RUTINAS. LOS AMBITOS DEL SUJETO FRAGMENTADO

Publicado con anterioridad en Sentado en el aire


Llevaba una blusa negra donde había escrito con plumones la liberal traducción 
del verso de Rimbaud: «Yo no soy yo, soy otra» (…) 
Por la esquina dobló un borracho cantando a todo pulmón: 
En el tronco de un árbol una niña grabó su nombre henchida de placer…
Z. Valdés. Sangre azul

«Te mato, puta, yo sí te mato», con esta sobrecogedora vertebración textual, anticipo para nada fortuito de una introspección de género, cimentada con ojo sagaz (y yo diría que radical) sobre las «estrategias del llamado sistema de poder falocentrista» (1) que domina, posterga y petrifica un imaginario social históricamente enquistado, el tríptico narrativo Palabras modos y rutinas de Marvelys Marrero Fleites, Ediciones La Luz, Holguín 2008, deja en cierne toda una estética de lo urticante-transgresor. En Tres palabras, pieza inaugural, se comienza a urdir la respuesta a la ya antológica interrogante de G. Spivak (2): ¿Puede el subalterno hablar?, ¿mujeres, negros, homosexuales o seres que sencillamente encarnan alguna diferencia, alguna desemejanza actoral en sus respectivos asideros socio-históricos pueden acaso proporcionar los elementos que coadyuvarían a signar el contradiscurso apropiado, capaz de vulnerar los encantos de la lógica metropolitana en la era de la aldea global?
Ascético en el diseño narratológico, y de mirar esquivo en lo que a artilugios estilísticos o circunloquios se refiere, el libro si bien no a manera de ritornello, por lo menos de un modo evidentemente abarcador y enfático actúa como una suerte de indagación que se apresta a somatizar las aristas no tangibles u observables de los conocidos (y casi siempre atisbados por el travelling de la morosidad crítica) sucesos de sicariato doméstico: zonas episódicas de un gris cotidiano insular al que, no está de más decirlo, muchas veces no accede el dictamen de lo punible, y donde el monitoreo de las Ciencias Sociales se advierte como efecto puramente epidérmico, viciado por los síntomas de un soslayamiento secular. Téngase en cuenta que la sustitución de término sexo por el de género es, como apunta la estudiosa K. Fasting, un aporte teórico de reciente localización sociológica. Y no pretendo inferir que la violencia de género en lo que al canon o la tradición literaria del país incumbe, no haya recibido los beneficios de una explicitud estéticamente presupuestada. Lo que sucede es que el solo hecho de articular aquí un discurso, encaminado a la apropiación de semejantes territorios ideotemáticos, además de conformar el muestrario de un temprano agotamiento morfológico, debió encarar, previamente, infaustos mecanismos de legitimación (mainstream, panóptico, marketing, teoría de los roles, etc.) dados por el arbitrio de una hegemonía supeditada a la instrumentalización de lo masculino como pirámide referencial, expresada también como lo «macho» en determinadas simbologías expresivas de carácter jerárquico. De ahí que tales desempeños, lejos de posicionarse en el alegato no llegaran a sobrepasar el murmullo o la balbucencia.
Como en algunas de las otredades asumidas (y relativizadas) por la praxis femenina (estoy pensando en creadoras de la talla de Belkis Ayón, Ena Lucía Portela, María Luisa Bemberg o Lydia Cabrera), hay en Las palabras… una especie de replanteo o viraje conceptual de los ámbitos maritales glosados comúnmente desde el usufructo patriarcal, un tránsito como de marejada que proclama la subversión de ese constructo, el mismo que, tras pequeñas pinceladas de un dirty realism que no delata filiaciones autorales ni pugna por enrarecer el desarrollo intradiegético, deviene en (re)creación de un microcosmos agónico, lucha emocional sexualizada, catarsizada en una suerte de diseño exílico de dolorosos matices interiores, y asechanza de lo expiatorio simbólico o incluso literal en el caso de tipificación Ella. «Síndrome de la omnipotencia» y espacio idóneo para la entronización de determinados resortes vinculados a la idea de lo falogocéntrico (léase crueldad, reduccionismo en la lectura del opuesto, entropía de los poderes instaurados por la tradición, y enunciados de evidentes caracteres tanáticos) en lo que concierne a la tipificación contraria, o sea, El.
Nueve narraciones ancladas en una hermenéutica de lo incisivo, o lo inasible más allá de lo que se presume underground, término que continúa bosquejando temor aún en las posturas aprehensivas más recientes. Quizás un repaso a priori de estas páginas, pudiera conducir al engañoso himnario de un feminismo expresado mediante hipérbole o desconstrucción del otro masculino en la dicotomía discurso/decurso, cuando en verdad lo que se postula casi a nivel de leitmotiv es el tratamiento desacralizante de realidades próximas al escalpelo y patrimonios exegéticos confiscados por el imaginario colectivo dada su condición de alteridad. El lector asiste a un trastrocamiento de significados que le permite repensar uniones sexuales radicadas en las afueras del consensus omniun, punibles en su tránsito por el Eros cotidiano, empujadas al grado cero de autoexpresión por «la familia, el Estado y la Iglesia, la gran tríada del poder» (3). Es el caso de Los jardines colgantes de Lenia… donde lo homo-erótico, aun sin establecerse fuera de los tópicos marginales, alcanza registros lingüísticos de una sutileza, y/o belleza, a mi entender sui géneris: «Miro al cielo, está oscuro, para esta ocasión necesitaba al menos unas estrellas. Así señalaría algún punto, y con una frase cursi te haría seguir la dirección de mi índice. Surgiría un comentario de tu parte y yo diría algo estúpido que te hiciera reír, entonces estaríamos conversando. Pero el cielo está oscuro (…) y ni siquiera una estrella se atreve a salir».
El «sexo débil», ese antiguo soporte peyorativo, es compulsado a arrostrar las artimañas de una modernidad a la que en términos foucaultianos pudiéramos llamar: obediente, es decir, asordinada, infiltrada por los sistemas de prevalencia sígnica de un sinnúmero de mitos femeninos, cuyo engranaje paradigmático descansa en la carencia de opugnación, en lo sinflictivo de sus heroínas: ninfas, sirenas, valquirias, amazonas, hechiceras, personajes nacidos del aserto griego pero con anclaje innegable en la producción de subjetividades o visiones ideo-estéticas de la cultura decimonónica cubana. Es de subrayar en este punto los diseños de personajes femeninos, generados en la novela por los referentes de C. Villaverde, o en la plástica por V. Landaluce, copias al calco de aquellos estereotipos, por lo que podemos deducir una temprana incapacidad nacional a la hora de contestar las normativas eurocéntricas.
Amén de la digresión, Palabras modos y rutinas no es un retablo de presencias otras en los canales discursivos de la narrativa femenina más actual. Ni siquiera una forma de disenso o pronunciamiento Casus belli respecto a la criba falócrata y sus anexos establecidos por la cultura y la ideología misma. Es, entre muchos aspectos, socavamiento de los espacios identificados como masculinos por los mecanismos de representación idiosincrásica, histórica o política. En tal sentido, la autora nos implica en una poética del traspaso de poder, del allanamiento por resignificación de ciertas funciones y normas conductuales asignadas a los hombres por medio de una pragmática de los roles. Nótese como desde el soliloquio que textualiza por igual, los ámbitos del encierro y el refugio, la parábola y el ejercicio lúdico, la protagonista de En tres y dos aligera, por decirlo de algún modo, la pretina de su drama existencial y tal como lo estipula el título, el sujeto pierde o recupera los niveles de autonomía partiendo de las tipificaciones propias de un partido de béisbol: «Es la última cucharada, ya presumo base por bola. Saboreo la dicha de irme a primera sin tener que batear, riendo de su descontrol y la imprecisión de sus lances. La tiene en la boca, mastica con el deseo triunfal que suele acompañar las últimas migajas. Cierra los ojos de improviso, algo anda mal. El chasquido estremece su cara y suspira. Una piedra. Ahora sí me embarqué, esto podría ser out por regla».
Y si en la otra orilla, la ya menguada otredad del éxodo clandestino y «la mitología del exilio como éxito», parecen reafirmar la tesis de H. Bhabha de que «situar la problemática de la cultura en la esfera de la lejanía es el tropismo de nuestros tiempos» (4); en Fumando espero, el acto de cercenar el órgano que estructura las referencias de virilidad en Occidente, más que revanchismo sexista o atascamiento clínico de la personalidad, es algo que por derecho propio se inserta en una dinámica de lo subversivo-atípico dada la verticalidad de su propuesta ficcional. Subversión, valga la redundancia, de la carga de significados que gravitan alrededor de dicho órgano, y de todo lo que conlleve a suscribir jerarquizaciones, incluidas las que atañen a los modelos literarios propugnados por el canon masculino, llámesele «microcosmos fabulosos al estilo de Comala y Macondo» (5), empoderamiento origenista, cuentística de los llamados años heroicos, etc.
Narrativa del no-escape o anti utopía, de los ambientes emocionales imantados al riesgo casi omnipresente del estallido. Maremágnum de seres expuestos al límite de las defensas psicosociales, victimizados aún por el parcelamiento de las etnografías, como le ocurre a la China en Tras el lente. El personaje es solo el prontuario de una perspectiva masculina, rayana en el escamoteo de las pulsiones que animan la identidad del sujeto. No hay el menor esbozo de singularidades, nada que añadir a las connotaciones eróticas nacidas del viejo estigma de las razas. Lo que I. Schulman llamaría: «apropiación consciente (…) de estos grupos étnicos, rechazados o abusados por el centro» (6).
No dejo de pensar en la audacia descontextualizadora de La última nota, donde el mito de Humbert Humbert y Dolores Haze reaparece dispuesto a hibridar, a mimetizarse según la escala de respuestas suscitadas por el morbo contemporáneo. Solo que la clásica frase «dementes conatos que me dejaban exhausto y transido de azul», barroquismo que aquilata la máscara del comportamiento sexual en la obra de Nabokov, es desarticulada por el peso de una expansión semántica diferente: « ¿La edad? Acaso importa. Bueno no sé si ya había cumplido los nueve. Estaba en tercer grado. Y ahora, ¿me puede dar el cigarro?»
Si usted no es capaz de vislumbrar los límites entre el optimismo abaratado por los ítems del discurso oficial y el orbe de quienes no disponen de un making off que les permita rehacer vidas en perpetuo estropicio. O si no coincide con T. Adorno en la paradoja de si es posible o no estetizar el horror (aún el que se genera en el intercambio periferia/lenguaje cultural), entonces Palabra modos y rutinas pueda quizás expeditarle el camino hacia el hallazgo. Y quien sabe si en la acrimonia de estos personajes, hartos de pedir disculpas a los remanentes de una hegemonía machista y patriarcal, más que un rictus no despierte el reconocimiento in extenso de ese Otro, extirpado tantas veces de las experiencias estéticas. O cuando menos cercano al status de lo moldeable, cual un cualquier objeto de barro.


Notas
(1) Montalván, Helga. “El sujeto femenino y la anarquía en el arte cubano contemporáneo”. La Gaceta de Cuba 2006 (Número 2).
(2) Ver: “Ausencia no quiere decir olvido” de Adelaida de Juan. (Temas No.14, 1998).
(3) Santos Moray, Mercedes. La inteligencia no tiene sexo. Santiago de Cuba, Cuba: Editorial Oriente, 2002.
(4) Para la ensayista Lourdes Gil, la lejanización del mundo percibido desde la Isla, la seducción por lo que existe más allá del horizonte, antecede a la Revolución, como un desasosiego alojado en el centro vital de la cubanía.
(5) La extirpación de estos modelos es para Jorge Fornet «una de las marcas de nuestra actual narrativa». Ver: Los nuevos paradigmas. Prólogo narrativo al siglo XXI. La Habana: Editorial Letras Cubanas, 2007.
(6) “Exorcismos sociales contradiscursos (pos)coloniales cubanos”. La Gaceta de Cuba 2008 (Número 6).


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JOSÉ LUIS SANTOS. José Luis Santos Muñoz (Santa Lutgarda, 1968). Poeta, narrador y ensayista. Miembro de la UNEAC. Ha publicado los siguientes títulos, en narrativa: Escaleras al cielo (Ediciones Sed de belleza, 2004) y Prometeo ya no vive aquí (Editorial Capiro 2011); en poesía: Monólogo de Jean Basquiat (Editorial Capiro, 2005) y Los apagados muchachos del verano (Editorial Capiro 2007). Ha obtenido los premios y reconocimientos siguientes: en 2001 mención y primera mención en los concursos David y Eliseo Diego, de narrativa, en dos ocasiones los premios de cuento: Onelio Jorge Cardoso y Enrique Labrador Ruiz. Obras suyas han sido finalistas de los premios: Ser en el tiempo y la Gaceta de Cuba. En 2007 obtuvo 2 becas de creación al mejor proyecto de novela y en 2010 el premio Nacional de Entrevista Orlando Castellanos. Sus textos aparecen en las antologías: Tercer Libro de Celestino (Ediciones Holguín 2003), Noche cálida en Santa Clara (Editorial Capiro 2009) y Faz de tierra conocida, (Editorial Letras Cubanas, 2010). Colaboraciones suyas aparecen en revistas impresas y digitales: Cartacuba, Guamo, Umbral, Videncia, Extramuros, Hilos de araña, La Peregrina Magazine, entre otras. En Grafoscopio, conduce la columna Signos y grafías.

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