7.16.2015

JOSÉ LUIS SANTOS: EXISTIR EN EL TOKONOMA

(…) qué tristeza al pensar que solo los cabrones compatriotas nos niegan el aplauso.
Pero así será por eterno. Nada debemos esperar de los cubanos marchitos
y resentidos de los últimos 50 años. Hay que apelar a los jóvenes
que el ingenio y la sangre moza prometen, sí, amigo Lezama, prometen(…)
Me honra, sin embargo, pensar que pertenezco al grupo Orígenes,
que está mostrando ser lo único que vale en espíritu y disciplina
en esa bella durmiente Isla.

Carta de José R. Feo



En su temprano exilio neoyorquino Eugenio Florit, copartícipe a intervalos y conciliables distanciamientos de «la gran aventura origenista», a mi modo establece cotos entre origenistas orgánicos y circunstanciales, compone «Los poetas solos de Manhattan1», texto que roza lo epistolar-conversacional, súmmum y retrato de las esencias, carencias, transpiraciones y duro soliloquio de un «destino diaspórico» devenido cíclico: «Lo que pasa (...) / es que aquí no hay vicarias, / ni castillos de jagua, ni están conmigo mis poetas/ ni mis palmas (las palmas ay...). Es obvio que el sujeto lírico, esa invención que asiste y entrampa por igual al escriba, no busca sino la explicitación de un país perdido, recuperado y acaso reinventado desde el accionar de la memoria: las palmas como símbolo vindicativo y tropismo paisajístico por antonomasia, cosa que en la actualidad pudiera inferirse como el remanente de un presupuesto estético decantado por el tránsito fatigoso y constante sobre la imago, pero que sin duda alguna nos trae de vuelta a lo canónico-genésico, ese traumático despertar de lo cubano trascendente en la cultura, que tendrá como iniciador y especie de figura crística a José M. Heredia.
Con éste regreso a lo que bien pudiéramos denominar «la patria decimonónica», Eugenio Florit, invisible a los tercos modelos de aceptación de la historiografía literaria nacional, no hace más que aportar el necesario énfasis en la tesis lezamiana de que «la poesía tiene que encarnar en la historia», suerte de eticidad que animó el surgimiento y posterior desempeño del movimiento Orígenes , y lo planteo en términos cinéticos, porque su impronta sobrepasa la efímera existencia física que, cuál destino manifiesto, acoge o ensombrece a una publicación seriada, sea cual fuese su campo operacional, su corpus. Florit, lo mismo que él ícono de los procedimientos délficos (hombre revestido solo de la invulnerabilidad que una imago expresada como «sistema poético del mundo» le ofrecía; poca coraza frente a las procacidades de una vida cultural tan azarosa, propensa al arremolinamiento de sus hacedores, ya sea por ostracismo, negación o la consabida y pacata fórmula del malditismo) coinciden, por separado y al unísono en que «Historia y Poesía (con mayúsculas) deben confluir en un solo punto inapresable, integrar un solo cuerpo doloroso». Esta idea, hoy leitmotiv en el destino de la nación cubana, aparece con similar y precoz fecundidad en anteriores proyectos editoriales como Verbum y Espuela de plata, supeditados al mecenazgo la mayor parte del tiempo, ya que el atisbo gubernamental se comportó siempre de modo remiso y opaco en lo que a amparo logístico atañe; incomprendidos y hasta vapuleados al decir de Cintio Vitier, «porque no hacíamos una poesía de consigna que ellos entendían como poesía social2». Gemelos en la periodicidad, estos proyectos encarnarían el nutriente épocal de la Ciudad Letrada que más tarde tornaríase en continuum a partir de Sur, Contemporáneos, o la propia Revista Orígenes, usufructo, según Rafael Rojas, de la utopía romántica de una literatura regida por leyes propias, que el modernismo difundió en Hispanoamérica.
Hoy se dedican infinitas loas y cantos apologéticos al centenario de Lezama. Unos y otros signados por lo que se presupone desenterramiento arqueológico, rescate de una tarja de cementerio: José Lezama Lima (1910-1976). Su obra se (re)edita y es devuelta con honores más / menos cosméticos, más / menos sinceros a sus lectores potenciales o iniciados. Lectores que fueron privados en su momento de la fuerza culturalmente liberadora, del Eros cognocente de Oppiano Licario, José Cemí, Fronesis, Olaya, Foción, Baena Albornoz, el cura Eufrasio o el guajiro Leregas, alucinante propietario de un «falo (que) no parecía penetrar sino abrasar el otro cuerpo. Erotismo por compresión, como un osezno que aprieta un castaño3». Lectores, valga la redundancia, empujados al menoscabo o en el mejor de los casos al desconocimiento del arsenal lezamiano por fuerzas de la suspicacia y el desdén. Oscuros gestores del anquilosamiento de la praxis artístico-literaria, asunto que ahora de manera retroactiva, eufemística y benévola llaman Quinquenio Gris. O decenio, vaya Dios a saber.
Circunstanciales comandancias exegéticas se aprestan a descorrer velos, generan toda clase de lecturas envolventes, más propias de un triunfalismo casi programático que de un mero acto de justicia, sin embargo el autor de los imprescindibles Tratados en La Habana, Paradiso, Analecta del reloj, Dador, o La cantidad hechizada, por solo citar algunos ejemplos, sigue siendo el gran desconocido-conocido (o viceversa). Quizás la muestra más evidente (y elocuente) de ello se encuentre en una pieza icónica de la cinematografía nacional: Fresa y chocolate, como se sabe, inspirada en el relato de Senel Paz «El lobo, el bosque y el hombre nuevo»: David, personaje cuya conformación psicológica responde a obvios constructos hetero-normativos, o sea representante de un férreo orden patriarcal venido del imaginario colectivo y los ítems de toda una serie de prácticas sociales reguladoras del comportamiento sexual (para plantearlo con la menor acritud posible). Joven-estudiante-universitario, es decir, políticamente correcto penetra en la casa de Diego, exponente de «lo pájaro» algo que «más que una postura sexual, es ya una noción inscrita en la gramática de los procesos culturales cubanos4», está llamado a subvertir máscaras y falocéntricos modelos de legitimación desde el potems de un acervo cultural que lo ciñe, refracta y acaso estratifica. La mirada de David repasa la ecléctica conformación espacial de la guarida; entre sorprendido y perplejo se detiene, como ante la más antonomasica imagen oracular de las poéticas de greco-latinas, en los perfiles, digamos cosmogónicos, de un cuadro con la imagen de Martí, adlátere de todo un sinnúmero de objetos que aunque disímiles en proporciones y connotaciones, concurren en pro de una cubanía emblematizada, ausente de las carnavalizaciones oficiales que suelen asaetar a dicho tópico. Al atisbar la foto de Lezama conectado de manera casi esotérica a su inobjetable habano, pregunta, en medio de la más desconcertante ingenuidad, si el hombre del tabaco encarna la paternidad biológica de su interlocutor. Secuencia de los motivos al fin, transcurre del ocultamiento tragicómico a la visibilidad iniciática.
Si a comienzos de la década del 30 del pasado siglo veinte el panorama literario cubano, recibía el influjo, ora magnético, ora aplastante, de figuras como Juan R. Jiménez, Luis Cernuda o Jorge Guillén, unos pocos años después nuestra práxis, o nuestra manera de concebir y asumir «los discursos sobre la nación, la identidad, la poesía, el ethos y la historia insular5», experimentarán un giro de 180 grados al inaugurarse precisamente con Lezama Lima la recuperadora idea de la teleología insular: «la ínsula distinta en el cosmos o lo que es lo mismo: la ínsula indistinta en el cosmos». Comienza así una expression poética volcada hacia lo endógeno, un matarrelato expositivo de lo autóctono y todo lo que implique «rescate de esencias cubanas profundas». Lo que después tomaría cuerpo en "Noche insular; jardines invisibles": «La mar violeta añora el nacimiento de los dioses/, ya que nacer es aquí una fiesta innombrable», versos que más que un maderamen estético pos-fundacional, esbozan un legado ético, un claro sentido de pertenencia desde los antinómicos historia/memoria, contestado (no rebatido) por la sentencia piñeriana: «La maldita circunstancia del agua por todas partes», replanteo exegético que problematiza el espíteme origenista del sustrato teleológico de la cubanidad confinada a una relación mitopoética que le confiere al lenguaje una condición subalterna respecto de la topografía, pero que, como manifestara anteriormente no socaba o rebate, en todo caso solo crea formas de entendimiento binario de un asunto que hasta entonces se revelaba signográfico del imaginario escritural del siglo XIX.
Siendo en 1971 el más notorio, polisémico y comprometido con la preservación del caudal identificatorio del tan llevado y traído tópico de la nacionalidad, al punto de formular en inigualable exégesis que «la revolución significa que todos los conjuros negativos han sido decapitados. El anillo caído en el estanque como en las antiguas mitologías, ha sido reencontrado. Comenzamos a vivir nuestros hechizos y el reinado de la imagen se entreabre a un tiempo absoluto. Cuando el pueblo está habitado por una imagen viviente, el Estado alcanza su figura6», siendo incluso aclamado por la repercussion nacional y foránea de Paradiso (obra que marcará el fin del embeleso ideotemático que, anclado en la deficitaria moral criolla dejaría inoperantes las formas no canónicas de asumir la sexualidad humana y por demás, nuestro primer y gran guiño de complicidad para con el diferente y lo diferente) no podrá eludir lo gravitacional expiatorio a raíz de su participación como jurado del premio Julián del Casal que, harto conocido por todos, fallara en 1968 a favor del siempre incriminado poemario Fuera del juego. Circunstancia en la que «la vida de la intelectualidad cubana se enredó en una malla de suspicacia y desconfianza, con la arribazon del oportunismo político en redacciones literarias y empresas culturales, fauna que actuaba en interés propio, pero auroleada de gran servicio patrio7». Y no dejar de acotar que Manuel D. Martínez y José Z. Tallet, coautores junto a Lezama del acta de premiación del polémico certamen, que diferencia de este, no sintieron jamás sobre sus personalidades escurridizas (bendito Edgar A. Poe que no precisa de panegíricos) el balanceo del péndulo homófobo y anticultural. Suma de verdades contradictorias, que algunos concede refugio de acrópolis y a otros la hiriente categoría de comistrajo.
En Canción de amor en tierra extraña, todo lo anterior se resumen y expresa de manera contundente, aleccionadora quizás: «y después encima Humbertopa acusó como a siete más que él sabía que los querían joder y se los sirvió en bandeja, entre ellos al Gordo, a Lezama, que se quedó patidifuso porque en su vida había escrito nada contra la revolución, pero era origenísta, y hermético y católico y maricón. Demasiado ¿no?, y los que iban a mandar en la cultura le tenían muchas ganas, pero ganas de no verlo más, de desaparecerlo, hacía rato que lo querían desintegrar, difuminar, volatilizar; desde siempre pero sobre todo desde Paradiso y de todas las jodederas del capítulo VIII y Farraluke y el apoplético incorporador del mundo exterior (que era la manera más culta de la historia para nombrar a un maricón). Bueno lo quisieron joder, porque el Gordo hacía ya rato que estaba generando en el espacio vacío de los taoístas e iban a tener que mamársela, ahora mismo o en la eternidad, porque de allí no hay quien te saque: ahí se entra o no se entra pero sí entraste, no hay un cabrón que pueda expulsarte8».
Poseedor de una inventiva referencial, capaz de sopesar de la manera más docta y desacralizante lo alegre o lo deplorable, lo sublime o lo dispéptico de algunos episodios de fácil enquistamiento, y que muy pronto habría de devenir en prontuario y amable envoltura protectora frente al sesgo y lo que el mismo definiera como una «diabólica vuelta a la homogeneidad, a la no diferenciación9», se las agenció para habitar, si es que el término lo admite, en un complejo y sutil mundo de analogías, epítomes y traslaciones de significados tan infranqueables como catárticos dada la ingeniosidad o el desenfado de los mismos. Recuérdese tan solo el empleo recurrente de «la ananké» y «el ojo fijo del ciclope». El primero, con carácter quizá premonitorio, refiere lo improrrogable de la muerte y el ascenso deifico a sus dominios de quienes consideraba elegidos, seres convocados al desenlace fatal en pos de la virtud devenida simiente. El segundo, de sardónica y homérica hermenéutica, alude a las proporciones metastásicas del inmovilismo que, arropado en el antifaz lexical de un Primer Congreso de Educación y Cultura, arrastraría al país a la degollina de su impronta espiritual.
Si en la focalización de los sincretismos lingüísticos de la simbiosis afrocubana, Lydia Cabrera nos introduce, sin remilgos morfológicos de índole folklorizante, en el maltratado espacio que el poder y la tradición suelen conferir a las llamadas alteridades étnicas, a Lezama tocará la nunca bien ponderada empresa de acoger en el léxico la vecindad quemante de las alteridades sexuales, forzadas a la reptación por la ausencia de respaldo sociológico e imparciales estudios de género, prestos a batallar con el dogma y su inmediato sarcomatoso: la intolerancia. En tan espinosa encomienda fungió como adelantado; entre el insulto que se deriva de la desobediencia del intelecto y el ser absorbido por la mojigatería criolla, escogió lo primero, recibiendo como respuesta punible el ostracismo y la imposibilidad del staccato a sus notas existenciales.
Ente novelable, padeció lo que cualquier personaje de ficción en un hiperbólico entramado que rebase sus fuerzas y asideros psicológicos. Lo mismo que el memorable Klestakov de Gogol10, trazó el desmontaje de una conciencia nacional irascible, mórbida desde la forja hasta el despliegue de sus metarrelatos posteriores, plagada de convencionalismos y antivalores que el doble rasero oficial siempre niega o convierte en mímesis. Poetizó, como nadie, el erecto masculino en una Isla que en harapos tocara a las puertas de la modernidad, y donde el subalterno y los fundamentalismos de su cultura falócrata no han de convivir jamás sin opugnación, sin distingos ni salvedades hombre/mujer en los dictámenes más excluyentes o hasta en las vulgares represalias que se anotan en la cuenta idiosincrásica. Qué hay, me pregunto, de la preceptiva erotista del capítulo VIII de Paradiso (eminentemente profano a pesar de la religiosidad que algunos estudiosos resaltan como algo expedito en la biografía del autor) a la sodomía, para dar acuse gramático de conformidad con la vieja usanza semántica, de los victimizados Jack Twis y Ennis del Mar en Brokeback Mountain11. Seguramente muy poco: un alma en pena dispuesta a infringir la glosa hegemónica que valida o invalida al sujeto de su atisbo, según cláusulas ordenancistas, o caprichos que alguien menos irreverente llamaría subjetividad.
Despertó a su país de la somnolencia para con el Otro, dio pasos concretos hacia la búsqueda afirmativa de lo que hoy tranquilamente llamaríamos underground literario. De sus detractors institucionalizados o subyacentes, se refugió en el tropo, en la recuperación de lo arrebatado mediante una sin igual estética de lo críptico, o en las gradaciones de un sentir cubano que desactiva piras e invectivas. Su texto El pabellón del vacío transcurre en un crescendo de amarga polifonía: «Me voy reduciendo, /soy un punto que desaparece y vuelve/ y quepo en el tokonoma. / Me hago invisible / y en el reverso recobro mi cuerpo/ nadando en una playa,/ rodeado de bachilleres con estandartes de nieve,/ de matemáticos y de jugadores de pelota/ describiendo un helado de mamey./ El vacío es más pequeño que un naipe / y puede ser grande como el cielo12».
En el tokonoma, más que en Trocadero No. 162, fijó su residencia última a la manera quizás de una catacumba extrapolada, de un Reading que aunque expositivo de angustiosa metáfora insular, en el traspaso de significado no pierde la resonancia de lo que postula Rimbaud en "L´ange et l´enfant": «¡Que la tierra no encierre al alumno celeste!» Y la tierra de la transculturación, fenómeno que un sabio definiera como «el ajiaco cultural», no encerró a quien fuera quizá el más celeste de sus discípulos.

Obras Citadas

1. Publicado en Los poetas solos de Manhattan. Antología personal. Diputación de Huelva, 1992. Página76.
2. No olvidar el refinado anatema inferido al respecto por Nicolás Guillén: «(…) nadie necesita de plateadas espuelas para hacer andar a Pegaso». A mi parecer, una expresión digna de figurar en las mejores antologías del encono y la torpeza analítica. Es obvio que aunque en el momento en que se explicita el recelo gremial del hoy Poeta Nacional, Vitier está aun lejos de suscribirse al núcleo de la redentora proyectiva lezamiana. Ver: Asedio a Lezama Lima y otras entrevistas (Ciro Bianchi Ross. La Habana: Ed. Letras Cubanas, 2009. Página. 76).
3. José Lezama Lima, Paradiso. La Habana: Ed. Unión, 1966. Páginas 389-394.
4. Alberto Abreu, Virgilio Piñera: Un hombre, una Isla. La Habana: Ed. Unión, 2002. Página 122.
5. Alberto Abreu, ob.cit., p. 159. 6. José Lezama Lima, Confluencias. La Habana: Ed. Letras Cubanas, 1998. Página 399.
7. Reynaldo González, Lezama revisitado. La Habana: Ed. Letras Cubanas, 2009. Página 205.
8. Guillermo Rodríguez Rivera, Canción de amor en tierra extraña. La Habana: Ed. Unión, 2007. Páginas 61-62. 9. José Lezama Lima, Tratados en La Habana. La Habana: Ed. Letras Cubanas, 2009. Página 272. 10. Véase: «El señor Nicolás Gogol» en Letra y Solfa, Alejo Carpentier. La Habana: Ed. Letras Cubanas, 1997. Página 249.
11. Véase: "Las cámaras salen del armario" de Reynaldo González. La Gaceta de Cuba 3 (2006): 64.
12. José Lezama Lima, "Que sigue caminando, manglar y uvero", Matanzas, Cuba, Ed. Matanzas, No. 15. 2010. Páginas 16-17.
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